Sigmund Freud es una figura intelectual abierta y justificadamente controvertida, pero lo cierto es que gran parte de los estudios sobre sexualidad han pivotado entorno a sus postulados, que por ejemplo, respecto de la moral sexual, estuvieron muy influidos por el filósofo Christian von Ehrenfels y su «Ética sexual» publicado en 1907. A propósito de ello, el año siguiente, Freud escribió el importantísimo artículo «La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna».
Freud extrae de Ehrenfels dos morales sexuales: la natural y la cultural, siendo la natural la que tiene por principal finalidad la conservación de la especie. Según su teoría, cualquier otra moral como la dominante, desafiando la conservación de la especie, supone un riesgo para la salud, desde una perspectiva abiertamente darwinista.
Hay que contextualizar, en aquellos lugar y tiempo. La moral sexual cultural frente a la que Ehrenfels se posicionaba era la que imponía la monogamia conyugal, por cuanto se sustrae de la lógica de la selección natural y por lo tanto dificulta la evolución natural de la especie, y que extendía a los hombres la forma de vivir su sexualidad de sus mujeres -culturalmente impuesta- pero sólo formalmente al implicar una doble moral sexual a favor de los hombres y sus pulsiones naturales.
Según Freud, esa represión de la evolución natural impuesta por la moral cultural no sólo en lo sexual ha traído a la «moderna vida cultural» de entonces una angustia que en forma de psiconeurosis como estado neuropatológico de ansiedad, la «nerviosidad», por lo que hoy denominaríamos «disonancia cognitiva». Y recurre al neurólogo Wilhelm Heinrich Erb para señalar la enorme labor intelectual que han implicado las conquistas, descubrimientos e invenciones y su mantenimiento, citándole:
Las exigencias planteadas a nuestra capacidad funcional en la lucha por la existencia son cada vez más altas, y sólo podemos satisfacerlas poniendo en el empeño la totalidad de nuestras energías anímicas. Al mismo tiempo, las necesidades individuales y el ansia de goces han crecido en todos los sectores; un lujo inaudito se ha extendido hasta penetrar en capas sociales a las que jamás había llegado antes; la irreligiosidad, el descontento y la ambición han aumentado en amplios sectores del pueblo; el extraordinario incremento del comercio y las redes de telégrafos y teléfonos que envuelven el mundo han modificado totalmente el ritmo de la vida; todo es prisa y agitación; la noche se aprovecha para viajar; el día, para los negocios, y hasta los ‘viajes de recreo’ exigen un esfuerzo al sistema nervioso. Las grandes crisis políticas, industriales o financieras llevan su agitación a círculos sociales mucho más extensos. La participación en la vida política se ha hecho general. Las luchas sociales políticas y religiosas; la actividad de los partidos, la agitación electoral y la vida corporativa, intensificada hasta lo infinito, acaloran los cerebros e imponen a los espíritus un nuevo esfuerzo cada día, robando el tiempo al descanso, al sueño y a la recuperación de energías. La vida de las grandes ciudades es cada vez más refinada e intranquila. Los nervios agotados, buscan fuerzas en excitantes cada vez más fuertes, en placeres intensamente especiados, fatigándose aún más en ellos. La literatura moderna se ocupa preferentemente de problemas sospechosos, que hacen fermentar todas las pasiones y fomentar sensualidad, el ansia de placer y el desprecio de todos los principios éticos y todos los ideales, presentando a los lectores figuras patológicas y cuestiones psicopáticosexuales y fomentan sensualidad, el ansia sobreexcitado por una música ruidosa y violenta; los teatros captan todos los sentidos en sus representaciones excitantes, e incluso las artes plásticas se orientan con preferencia hacia lo feo, repugnante o excitante, sin espantarse de presentar a nuestros ojos, con un repugnante realismo, lo más horrible que la realidad puede ofrecernos.
Recurre Freud también al psiquiatra Richard von Krafft-Ebing, que observa una afección «del sistema nervioso, que se ve obligado a responder al incremento de las exigencias sociales y económicas con un gasto mayor de energía, para cuya reposición no se le concede, además, descanso suficiente».
Y en lo sexual concluye Freud que la moral cultural allí y entonces dominante implica una coerción negativa, una represión incluso dentro de la intimidad conyugal, que conlleva la psiconeurosis, no con origen principal en tóxicos sino pscógena: «Nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de los instintos. Todos y cada uno hemos renunciado a una parte de las tendencias agresivas y vindicativas de nuestra personalidad». Con la ayuda de la Iglesia y del ordenamiento jurídico penal. La moral cultural reconduce así la energía individual hacia una suerte de «sublimación» social, y quien sexualmente no se presta a ello a costa de su salud mental -y por lo tanto de su completa funcionalidad en la sociedad- queda apartado a la «anormalidad».